El hijo de Sam, el asesino que cazaba a sus víctimas por orden del perro de su vecino

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Los periodistas se reunieron en la sala de prensa del edificio rojo el 10 de marzo de 1977. Era el One Police Plaza. La Policía de Nueva York no solía llamar a la prensa salvo que se tratase de un caso grande y este lo era, pero no sabían exactamente cuál era.

El comisario encargado de prensa estaba por largar una noticia que provocaría la mayor oleada de histeria masiva de la historia de la ciudad, y no era una ciudad que no se las había visto con casos criminales importantes. Mike Codd tenía el comunicado oficial en sus manos y leyó con voz latosa. Informó que los peritos balísticos habían establecido una conexión entre los asesinatos de dos chicas, una, Donna Lauria, baleada el 29 de julio de 1976, y la otra asesinada el 8 de mayo de 1977, es decir dos días antes de esa conferencia de prensa.

En otras palabras, el arma usada en esos ataques era la misma, un revólver Charter Arms Bulldog calibre 0.44. Pero no era todo. Ese mismo revólver se utilizó en otros tres casos ocurridos en los barrios de Bronx y de Queens. Los periodistas se acercaron desordenadamente al policía y preguntaron al mismo tiempo. En medio del vocerío, el policía retuvo una pregunta: ¿se trataba de uno o de varios criminales? Codd respondió que se buscaba a un hombre blanco, de 25 a 30 años, de 1,82 de estatura, de complexión normal y de cabello oscuro. Al día siguiente los titulares de los periódicos hablaban de que había en la ciudad un enemigo público número uno a quien llamaban: “el asesino del 44″.

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El prejuicio de la mafia

La sucesión de homicidios comenzó una noche de verano del año anterior. El 29 de julio de 1976, dos chicas, Donna Lauria, de 18 años, y Jody Valente, de 19, estaban en el coche charlando. Era la una de la madrugada. Donna se despidió de su amiga y abrió la puerta del auto. Vio a un hombre que estaba cerca suyo. “¿Y este qué quiere?”, alcanzó a decir.

Antes de que Donna terminara de abrir la puerta, el tipo metió la mano en una bolsa de papel marrón, sacó un arma, se puso de cuclillas y le disparó y la bala dio en la parte derecha del cuello. Hubo un segundo disparo que rompió la ventanilla. Donna no había caído y levantó una mano. La segunda bala le atravesó el codo y quedó en el antebrazo. Donna cayó. Un tercer balazo dio en la cadera de Jody, que se fue hacia adelante haciendo sonar la bocina. En ese instante el padre de Donna salía de la casa para pasear el perro y fue corriendo hacia el auto. Las dos chicas fueron llevadas al hospital. Sólo Jody sobrevivió y dio una descripción del agresor: sin barba, pelo rizado y largo, de unos 30 años. Los vecinos agregaron que habían visto un automóvil amarillo a poca distancia del de Jody, que desapareció cuando llegó la policía.

En la zona donde ocurrió este ataque, viven familias de origen italiano, por eso el primer pensamiento de la policía fue que pudo tratarse de un asunto mafioso. Un prejuicio. Ya entonces los investigadores supieron que se había usado un revólver Bulldog 0.44, con tambor de cinco disparos. Tiene mucho retroceso y a más de cinco metros puede ser poco certero.

La ventanilla del lado del acompañante pareció explotar. John miró a Christine. Su cuerpo se había desplazado hacia delante y sangraba. Horas después murió en el hospital por el balazo que recibió en su cabeza. La bala que la mató era de un revólver Bulldog calibre 0.44. Ya especialistas en balística de la policía relacionaban esa arma con todos los ataques pero había policías que se resistían a pensar en un solo homicida en base a las diferentes descripciones, al menos la discrepancia continuó seis semanas más.

El 8 de marzo de 1977, la estudiante armenia Virginia Voskerichian volvía a su casa en Exeter Street desde la Universidad de Columbia. Un hombre joven la adelantó en la calle, se dio vuelta y la encañonó. Eran las 19.30. La chica levantó sus libros para protegerse pero la bala los atravesó y le dio en la cabeza. Virginia murió. Un vecino vio escapar al asesino. Dijo que medía 1,80, que eran joven, de unos 18 años y que se cubría la cara con un pasamontaña. El lugar donde murió Virginia no quedaba lejos de donde había sido baleada Christine Freund seis meses antes. Otra vez el arma usada para matar a la estudiante armenia había sido una Bulldog calibre 0.44. La Policía, a pesar de las descripciones diferentes, había concluído que el “asesino del 44″ elegía a sus víctimas al azar.

Operación Omega

La Policía de Nueva York reunió toda la información en lo que llamó “Operación Omega”, a cargo del inspector jefe Timothy Dowd, un grupo especial para atrapar al criminal. Pero este anuncio no le devolvió la tranquilidad a la ciudad. Era evidente que las posibilidades de descubrir y capturar a un asesino solitario en las calles de una ciudad grande era remotas.

Simultáneamente a la creación de este grupo, “el asesino del 44″ escribió una carta con letras mayúsculas. Buscaba ahora una ocasión para entregarla pues no quería enviarla por correo, y la oportunidad llegó en abril de 1977. Valentina Suriani, de 18 años, estaba sentada en las rodillas de su novio, Alexander Esau, de 20. El 16 de abril habían ido al cine por la tarde y luego a una fiesta. Salieron a las tres de la madrugada del 17 y subieron a su automóvil Mercury Montego. Valentina, sobre las rodillas de Alexander, tenía sus piernas hacia el asiento del acompañante. Justo cuando se estaban besando el parabrisas estalló. Valentina fue alcanzada por dos balazos que la mataron en el acto y los siguientes dos disparos dieron en el cráneo de Alexander, que moriría dos horas después en el hospital.

Uno de los primeros policías que llegaron al lugar vio un sobre blanco en la calle cerca del automóvil. Estaba dirigido al capitán Joe Borelli, el ayudante del inspector Timothy Dowd. ¿Fue un error del asesino dejar esa carta? Podían tener sus huellas dactilares si no fuera que esa misiva la tocaron al menos ocho policías antes de ser enviada al Departamento de Huellas Dactilares de la Policía de Nueva York.

Quien la había dejado la había tomado sin guantes pero sólo con la punta de los dedos. La carta se mantuvo en secreto para todos menos para el periodista Jimmy Breslin que publicó partes en el Daily News. En esos fragmentos se notaba que el asesino buscó que la palabra “mujeres” rimasen con la palabra “demonios”. El 30 de mayo el “asesino del 44″ le mandó otra carta al propio Breslin desde Englewood, Nueva Jersey. Era un texto tan incoherente como el que había dejado en la escena del crimen de Valentina Suriani y Alexander Esau.

En algunos párrafos de la carta al periodista Breslin, el criminal escribió:

“Saludos desde las alcantarillas de Nueva York, llenas de mierda de perro, vómitos, vino podrido, orina y sangre… Como un espíritu vagando por la noche. Sediento, hambriento, rara vez se detiene a descansar; ansioso por complacer a Sam. Amo mi trabajo. Ahora, el vacío se ha llenado. Tal vez nos encontremos cara a cara algún día o tal vez me dejen boquiabierto por policías con pistolas del 38 humeantes. Como sea, si tengo la suerte de conocerte, te contaré todo sobre Sam si quieres y te lo presentaré. Su nombre es “Sam, el terrible”. Sin saber lo que me depara el futuro, me despediré y te veré en el próximo trabajo. ¿O debería decir que verás mi obra en el próximo trabajo?... PD: JB, informe a todos los detectives que trabajan en el caso que les deseo la mejor de las suertes. Sigan investigando, sigan conduciendo, piensen en positivo, muévanse, golpeen ataúdes, etc. Después de mi captura, prometo comprarles a todos los muchachos que trabajan en el caso un nuevo par de zapatos si puedo reunir el dinero. Hijo de Sam Informe a todos los detectives que trabajan en el asesinato para que se queden...”

El hijo de Sam

El 25 de junio, Judy Placido, una estudiante de 17 años que vivía en Bronx y que había estudiado en la misma escuela que Valentina Suriani, incluso había asistido a su funeral, celebraba su graduación en una discoteca llamada Elephas, en Queens. Allí se encontró con un chico, Salvatore Lupo, empleado en una estación de servicio, que, cuando ella decidió irse, se ofreció a acompañarla hasta su casa en su auto.

Subieron y siguieron con su tema casi exclusivo de conversaciòn, es decir la pesadilla del asesino que mataba a los chicos sin motivo alguno. Hablaban de él cuando él apareció. La ventanilla del auto explotó por un balazo que atravesó la muñeca de Salvatore y se alojó en el cuello de Judy. El segundo tiro estaba dirigido a la cabeza de la chica pero quedó en su cuero cabelludo. Hubo un tercer disparo que dio en el hombro derecho de Judy. Salvatore salió corriendo hacia la discoteca para pedir ayuda. Para entonces “El Hijo de Sam” ya había huido. Judy, aún herida, salió del coche y también se dirigió hacia la discoteca pero apenas dio unos pasos y cayó. Tanto ella como Salvatore sobrevivieron. Ninguno pudo describir al tirador pero un testigo aseguró que vio huir del lugar a “un hombre blanco y regordete”.

Un año después de su primer crimen, el asesino solitario seguía libre.

En el verano de 1977, Stacy Moskowitz tenía 20 años. El 1 de agosto quedó con Bobby Violante, un chico que había conocido el día anterior en un restaurante, en ir al cine. Salieron muy decepcionados luego de ver “New York, New York”. Se habían caído bien y pensaron comer algo antes de ir a un lugar donde estar un rato solos. Era la 01.45 de la madrugada. Bobby estacionó su automóvil en Shore Parkway debajo de una lámpara que iluminaba la calle.

Otra pareja, Tommy Zaino y Debbie Crescendo, justo salían del mismo lugar donde estacionó Bobby. El chico le propuso a Stacy dar un paseo por el parque. Caminaron hacia un puente. Se fijaron en un hombre vestido con jeans, con apariencia de hippie, que estaba apoyado en la pared. Estuvieron unos minutos y volvieron al automóvil y notaron que el hombre apoyado en la pared ya no estaba. Se besaron y cuando estaban a punto de irse sonaron dos tiros que Bobby recibió en su cara y le reventaron los oídos. Sólo percibió una especie de zumbido y sintió que Stacy, aún abrazada a él, convulsionaba. Bobby se fue hacia delante y ya no vio nunca más. Había quedado ciego. A pocos metros, Tommy Zaino vio todo lo que había ocurrido desde su espejo retrovisor. Vio al homicida, un tipo regordete, de pelo liso y rubio, sacar su revolver, agacharse y disparar cuatro veces por la ventanilla, que estaba baja. Zaino le gritó a su novia que bajara la cabeza. “¡Creo que es el Hijo de Sam!”. El asesino escapó a la carrera. Eran las 02.35. Stacy Moskovitz murió treinta y seis horas después.

Las mil descripciones del hijo de Sam

La descripción que dio Tommy Zaino era muy buena pero los policías se enredaron con la primera de las exposiciones, la de Donna DeMasi y Joanne Lomino, que dijeron que el tirador tenía el cabello negro y ondulado. Pensaron que eran dos tiradores o uno solo que usaba una peluca rubia. Otros testigos que estaban en el parque cuando atacaron a Stacy y a Bobby dijeron haber visto estacionado un automóvil amarillo, que luego de la agresión salió a mucha velocidad con su conductor gritando insultos.

Cacilia Davis, una vecina, calló lo que había visto aquella noche durante cuatro días porque tenía miedo a la represalia del “Hijo de Sam”. Finalmente, convencida por sus amigos, fue a la Policía. Declaró que antes de los disparos que mataron a Stacy, había salido a pasear a su perro y vio a un policía dejar una multa por mal estacionamiento en un automóvil que estaba tapando una boca de agua que utilizan los bomberos. La multa la dejó enganchada en el limpiaparabrisas de un Ford Galaxy amarillo pálido. Agregó que, al rato, cuando el policía se fue, apareció un hombre de pelo oscuro que se acercó al Ford amarillo y arrancó la multa. Minutos después ella escuchó disparos.

La Policía del lugar informó primero que aquella noche no se habían realizado multas. Desidia. Tardaron más de una semana en localizar las multas confeccionadas aquella noche. Eran cuatro. Tres automóviles fueron descartados enseguida porque no eran Ford Galaxy. El cuarto sí y tenía patente 561-XLB, registrado a nombre de David Berkovitz, que vivía en el número 35 de Pine Street, en Yonkers, un suburbio de Nueva York ubicado al norte de Bronx y a tres kilómetros de Manhattan.

Los policías Ed Zigo y John Longo fueron a la casa de Berkovitz. Vieron el automóvil Ford Galaxy estacionado en la puerta de la casa. Miraron el interior del coche y vieron en el asiento trasero una bolsa de la que sobresalía el caño de un rifle, abrieron el automóvil y advirtieron que se trataba de un subfusil semiautomático Commando Mark III 45, un arma que no solían tener los ciudadanos comunes. Los policías llamaron desde un teléfono público a la comisaría y avisaron que creían tener al criminal que llamaban “el asesino del 44″ o “El Hijo de Sam”.

Seis horas después David Berkowitz, salió de su departamento y subió al Ford Galaxy. Antes de que ponga en marcha el automóvil un hombre dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla del conductor. Cuando Berkovitz giró la cabeza se encontró con el cañón de una pistola frente a sus narices. “No respires”, le gritó el inspector William Gardella. “¡Policía!”. Berkowitz, de veinticuatro años, permaneció inmóvil y tranquilo. Miró al policía y le sonrió. El oficial John Falotico abrió la puerta del acompañante y le apuntó a la cabeza con su arma y le ordenó que saliera del coche.

-¿Quién sos? -preguntó Falotico. Berkowitz giró la cabeza y lo miró.

-Soy Sam -respondió. En su departamento hallaron grafitti con leyendas relativas al demonio.

Berkovitz, la confesión y Sam Carr

David Berkovitz dijo primero que cuando comenzó a matar estaba buscando trabajo durante el dìa y a la noche salía a “cazar”. Confesó tranquilamente todos los crímenes atribuídos al “asesino del 44″ o “Hijo de Sam, y también admitió ser el autor de las cartas a la Policía. Explicó que su vecino le había ordenado cometer los asesinatos.

Su vecino se llamaba Sam Carr pero nunca se habían visto. Berkovitz aseguró que las órdenes de matar se las transmitía el perro endemoniado de Sam, llamado Harvey. Estaba tan obsesionado con Sam Carr que se denominó a sí mismo “Hijo de Sam”.

Sam Carr tenía dos hijos, John y Michael. Los dos odiaban a su padre. A John lo apodaban “Wheaties”. Una de las cartas enviadas por Berkovitz se refería a John Wheaties como “violador y asesino por asfixia de jóvenes…” John tenía pinta de hippie y cabello lacio y rubio, coincidente con la descripción de los testigos de algunos de los ataques del “Hijo de Sam”.

¿Actuó Bercovitz con un cómplice? ¿Se distanciaron en algún momento? De John Carr, se supo recién en 1978 cuando se pegó un tiro en la boca con un rifle en la casa de su novia, en el pueblo de Minot, en Carolina del Norte. Su cuerpo estaba golpeado. A su lado, habían escrito con su sangre: SSNTC, que algunos interpretaron como “Son of Sam. Nueva York City”. En su mano escribieron, también con sangre, los números 666, relacionados con el demonio. La Policía de Minot dejó el expediente abierto porque dudaba de un suicidio. Comprobó, además, que John y Berkovitz se conocían.

Aquellos que conocían a Berkovitz, incluso desde su juventud, contaron que el tipo le tenía terror a los perros y que, cierta vez, había baleado sin herirlo al perro de su vecino Sam. Desde julio de 1976 cuando mató a Donna Lauria, en el pueblo de Walden, cerca de Yonkers, donde vivía, aparecieron ochenta y cinco perros pastores alemanes despellejados.

Michael, el otro hijo de Sam Carr, también rubio y de cabello ensortijado, murió en un accidente de auto en 1979. No había huellas de frenada y una de las hipótesis es que ese “accidente” no fue tal. Michael había compartido reuniones de brujería y magia negra con Berkovitz.

El detenido admitió, además, que en 1975, siete meses antes de su primer crimen, había atacado en la calle a dos mujeres con un cuchillo, a las que lastimó levemente. El cuchillo no era eficaz, pensó, y entonces le pidió a su amigo Billy Dan Parker, de Houston, en Texas, que le comprara un revólver Bulldog 0.44. Lo pagó ciento treinta dólares.

A Berkovitz le hicieron tres exámenes psiquiátricos que concluyeron que estaba en sus cabales. El 12 de junio de 1978, lo condenaron a prisión perpetua por cada uno de los seis asesinatos. Lo enviaron a la prisión de máxima seguridad de Attica, en el norte del estado de Nueva York. El 10 de julio de 1979 otro interno lo atacó con una cuchilla de afeitar y le hizo un corte en la garganta desde el lado izquierdo hasta la nuca. Le debieron dar cincuenta y seis puntos. Berkowitz se negó a decir quién había sido.

Cuando se le preguntó en 2017 si él fue el único tirador en cada agresión, dijo que asumía la responsabilidad de todos los ataques. Cuando se le preguntó de nuevo si había alguien más involucrado, respondió: “Pongámoslo de esta manera, hubo demonios”. Ahora sigue recluído en el Correccional Shawangunk en el condado de Ulster, Nueva York. Tiene 67 años.

FUENTE: TN

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